La primera ola de calor nos ha dejado los siempre recurrentes titulares de que Bizkaia se “achicharra” y la sinrazón que nos muestra a ciudadanos atléticos -los menos- trotando mientras se derriten, como dirían los cronistas de ciclismo, bajo la abrasadora canícula. Una acción propia de quien busca pillar boletos para, con suerte, acabar en urgencias víctima de un soponcio. Otra imagen ya rutinaria se rueda en la orilla de cualquier playa y uno participó en ella en la media mañana dominical: o va usted acompañado y se turna para dar el tradicional paseo de punta a punta -tocando siempre la pared o roca final por aquello de la superstición-, o tendrá que recorrer el arenal mientras el agua acaricia sus pies portando en su mano un neceser donde guardar sus objetos de valor (léase móvil, tarjetas o llaves). La semblanza, en este caso en Ereaga, parecía propia de una película de los 70, con su sintonía de rigor, solo que hasta hace años pervivía la confianza en que uno podía dejarlos reposando en su toalla, o rogando al vecino de al lado que les echara un ojo. Desisto de debatir sobre esta creciente inseguridad (pillos y vándalos los hay de toda clase), pero lo de darse un chapuzón divisando con el rabillo del ojo si todo sigue en su sitio, no es más que la fotografía del nuevo mundo, donde basta una ola traicionera o el Cerdán de turno para desnudarte y llevarse todo por delante. Y ahí no hay crema que te proteja.
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