Bilbao es una ciudad que se hace a pie y el metro es un capricho para la gente de la Margen Derecha. Esa era una de las críticas más recurrentes que se escuchaban allá por 1995, el año en que echó a andar el suburbano entre incertidumbres. Casi tres décadas después la certeza es otra: los tránsitos más habituales son los de cercanía extrema. No en vano, las once estaciones ubicadas en la villa acogen a más de la mitad de los usuarios. La queja, ya ven, era equivocada. Bilbao era una ciudad que se hacía a pie, sobre todo porque no había otra alternativa tan ligera como el metro actual.

Hace treinta años, cuando el metro de Bilbao empezó a tomar forma en los planos y en las conversaciones de bar, la ciudad no estaba tan convencida de que aquello fuera una buena idea. La mayoría pensaba que era un capricho de ricos, una extravagancia de quienes preferían el confort a la calle, una inversión que no iba a devolver nada más que un lujo innecesario. En aquel Bilbao que todavía se hacía a pie, que se conocía en cada rincón, en cada callejón, la idea de un metro parecía más un símbolo de distinción que una necesidad real. Como si la ciudad no necesitara de esas máquinas subterráneas para seguir siendo la misma.

Pero el tiempo, ese juez implacable, ha demostrado que las quejas de entonces eran más un reflejo de la resistencia al cambio que una evaluación racional. Porque el metro no solo ha transformado la movilidad, sino que ha cambiado la forma en que Bilbao se mira a sí misma. De ciudad que se hacía a pie a ciudad que se mira en el espejo de la modernidad sin perder su esencia. La gente que en aquellos años criticaba el proyecto quizás no imaginaba que, treinta años después, ese metro sería parte de la identidad de Bilbao, un símbolo de su capacidad de reinventarse sin perder su alma.

Es curioso cómo las quejas, esas voces que en su momento parecían tener toda la razón, se diluyen con el paso del tiempo. La historia nos enseña que muchas veces lo que en su día fue considerado un lujo o un capricho acaba siendo una necesidad. Y en el caso del metro, esa necesidad ha sido la que ha permitido que la ciudad crezca, que se conecte, que se abra al mundo sin perder su carácter. Aquellas quejas no eran más que un reflejo de la resistencia al cambio, de la nostalgia por lo conocido, de ese rasgo humana a aferrarse a lo que uno ya tiene, aunque lo que venga después sea mejor.